"El origen de la tristeza" Pablo Ramos

Pablo Ramos es un escritor argentino nacido en 1966 que, como el personaje de su novela, ha vivido el rigor de la realidad: el trabajo duro y la crisis argentina; la escasez y la insatisfacción que conforman una niñez triste de necesidad y desolación; la depresión tras la muerte de su padre que lo llevó a las drogas y a la rehabilitación posterior... y, como escribió un crítico en la sección de Cultura de la revista colombiana "Semana", "hizo literatura con sus naufragios".
De esos naufragios salió una trilogía escrita con parte de su vida y parte de otras vidas, reales o imaginarias (que no dejan de ser igual de reales, aunque no se sepa dónde, cuándo o cómo lo son). 
Hoy quiero hablar de la primera novela de esta trilogía "El origen de la tristeza" publicada en 2003 y que ha llegado a mis manos de casualidad. Las otras dos, que leeré en breve son: "La ley de la ferocidad" (2004) y "En cinco minutos levántate María" (2010)

En "El origen de la tristeza" Gabriel va dejando atrás la niñez; la deja, de hecho en las poco más de cien páginas que tiene el libro; deja atrás la niñez o ella lo deja a él, pero el caso es que el personaje que termina la novela no es el mismo que la empezó. 
La historia está organizada en tres partes. En la primera es amigo de Rolando, un alcohólico cuidador de tumbas y mausoleos del cementerio de Avellaneda en Buenos Aires, en uno de cuyos panteones vive de manera ilegal. Rolando es un adulto y es como su padrino en el paso de la infancia a la adolescencia. Con Rolando conoce las fantasías y realidades de la vida y la muerte y recorre los paseos entre las tumbas y visita a una momia... que le resulta inquietantemente conocida.
En la casa familiar hay asado y en el taller del padre, trabajo y minas desnudas en los afiches de la pared, y Gabriel es un niño de unos once años, no sé si feliz, pero, al menos, inconsciente de lo que se esconde en los vericuetos de la vida de ciertos barrios, de ciertas ciudades, en ciertos países (que al final pueden ser todos); bebe vino y fuma cigarrillos que su hermano le roba al padre y se hace pajas mirando las desnudeces que prometen un futuro de placer desde los muros del taller vacío; ayuda a Rolando y ahorra para comprar un regalo de cumpleaños a su madre embarazada.
Arroyo Sarandí
En la segunda parte, la hermana ha nacido y tiene ya casi un año, Rolando ha desaparecido y no se vuelve a saber de él (se sospecha que pueda estar en la cárcel) y Gabriel es un adolescente con una barra de pibes (panda de adolescentes en lenguaje porteño) de la que es el jefe. Con ella beben hasta caer inconscientes, negocian el precio con las putas y van viendo quemarse los restos de su infancia junto a las llamas inmensas y envenenadas que salen de las aguas podridas del arroyo Sarandí; el arroyo que ha entrado en combustión espontánea y amenaza con llevarse por delante todo el barrio ("Nuestro barrio se llama El Viaducto porque lo atraviesa un viaducto") cuyos habitantes son evacuados de sus casas y llevados a la escuela. En aquella escuela llena de refugiados, Gabriel descubre un olor, un olor fuerte hasta casi provocar el vómito, un olor del que supo "...mucho despues... que ese era el olor de los desgraciados, de las personas que están desamparadas del mundo... En ese momento me pareció que la vida era un hecho triste y feo, sobre todo feo"
A lo largo de esta segunda parte, la realidad va aflorando y, ni toda la inconsciencia de los pocos años, ni la alegría intrínseca de la infancia podrán impedir que se muestre con toda su crudeza en la tercera parte cuando los acontecimientos fluyan inexorablemente hacia lo triste y feo. 
Pablo Ramos
De la mano de estos hechos que huelen a desgracia, en su vida entran dos nuevos adultos: la señorita Florencia y Fernando y ambos serán fundamentales para su entrada en la vida adulta y jugarán su papel, para bien o para mal, en la tercera parte.
Con la señorita Florencia llega la desilusión, la decepción de la mentira, la traición, porque uno ya no es tan niño como para no descubrir las mentiras que solo a los niños se les cuentan, y duele verse tratado como a un crío por quien aprecias y ha fingido apreciarte.
Con Fernando y su breve relación cristaliza todo lo triste y el inicio de la realidad y de la edad adulta. "A Fernando lo conocí cuando pasó lo de mamá... Fernando era músico y homosexual, o sea maricón". Y Fernando es fundamental en su devenir posterior, porque él no miente, él no trata de fingir lo que no es "Él nunca trató de darme una respuesta, lo que hizo fue regalarme un libro, el primer libro que tuve, y que cambió mi vida para siempre"
En la tercera parte, la realidad, lo feo, se manifiesta en una serie de sucesos que sospechamos que no son nuevos. No es que la vida del personaje cambie para mal, que se voltee la rueda de la fortuna y empiece a mostrar su cara más cruel. No, es la vida de siempre con sus miserias y alegrías; con sus escaseces y su resignación de siempre. Es Gabriel el que empieza a ser consciente, el que ya no puede tomarse a risa lo que le rodea, ni consolarse con los desnudos del taller o el vino, los cigarrillos y las putas y es que "...las cosas que nos rodean tienen vida propia porque nosotros tenemos vida, y son capaces de entristecerse cuando nosotros nos entristecemos".
Finalmente el taller, como una metáfora de toda la vida del personaje, con sus almanaques de desnudos en la pared, con la maquinaria parada, sin laburo, se disuelve en las escamas de estaño en las que se funden los peces de colores y la infancia de Gabriel. Un Gabriel que es consciente de que ha llegado al final, aunque no creo que sepa de qué final se trata; un Gabriel que se queda allí, hasta muy tarde, hasta que ya no puede ver, brillando en el agua, el estaño de los peces.




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