Cómo empezó todo

Hace unos días me llegó un correo de una prima mía y, aun así amiga, en el que me anunciaba un concurso literario de la Universidad de León. El tema del concurso es "El libro que me cambió la vida", cuyo enlace os dejo por si a alguien le apetece participar.
El tema me pareció muy atractivo y no demasiado difícil porque yo tengo muy claro cual fue ese libro, de manera que puse manos al teclado y empecé a escribir. No lo hice por el afán de ganar el concurso. Primero, porque sé que es casi imposible (hay un montón de gente por ahí que escribe muy bien) y segundo, porque el premio (cien euros en libros a elegir) es un premio simbólico. Esto es normal dada la precaria situación de la Universidad pública en este país por obra y gracia de los descerebrados que nos gobiernan (de los que quizás me anime a hablar otro día. Pero eso será otro día, si es). Lo hice únicamente por el deseo de hacerlo y de compartirlo con todos vosotros.
A continuación, os dejo lo que escribí, aunque un poco modificado porque, en el concurso, el relato debía tener mil palabras como máximo y aquí, sin limitaciones, me he explayado un poco más. Espero que os guste.



Tendría unos 12 años y, desde antes de lo que recuerdo, leía todo lo que caía en mis manos, que no era mucho porque por aquellos tiempos las bibliotecas en las casas eran más bien magras. Me recuerdo una tarde en una visita familiar, de esas que ponen a prueba la paciencia y el aburrimiento de los niños, en una casa sin un solo libro, ni revista, ni periódico, sentada en el borde de la bañera, cerrada con llave en el cuarto de baño, leyendo prospectos de medicamentos y etiquetas de botes de cremas.
En mi casa había libros. Mi padre, de quien supongo que heredé el vicio, leía. Estaban sus libros de infancia (Salgari, Verne, Twain) y los que iban entrando cada mes, o cada trimestre, no lo recuerdo bien, de la mano del Círculo de Lectores. Y tendría eso, 11 o 12 años, cuando empecé a dejar las aventuras y me volví hacia las historias más reales, de seres más normales, menos héroes y más humanos; con menos islas paradisíacas, menos piratas con pata de palo y más mugre y realidad ensuciando a los personajes.
Así fue como me encontré un día leyendo “Matar un ruiseñor” de Harper Lee y lo devoré con una fascinación que no había sentido hasta entonces, porque tenía aventuras y misterio (Jem, Scout y Dill tratando de hacer salir a Boo Radley de la casa encantada en la que vivía; aquel perro rabioso que avanzaba por la calle desierta en una tarde calurosa de verano; y más que no recuerdo), pero también tenía maravillosas historias de adultos. Tiernas, duras, violentas, injustas, solidarias, altruistas, tantas historias que leía y leía y cuando acabé, deseaba volver a empezar… pero enseguida vinieron otras lecturas, otras historias y la vida y los libros siguieron adelante.
El libro en la edición del Círculo de Lectores
No obstante, “Matar un ruiseñor” me había dejado huella. Las peripecias de Atticus Finch defendiendo a un negro acusado de violar a una mujer blanca en la Alabama de los tiempos de la depresión, me curaron para siempre del racismo y de las simpatías por la pena de muerte; me hicieron ver que las personas no siempre son lo que parecen y que la ayuda te puede venir de quien menos te lo esperas; me sorprendieron pensando que a veces una mentira es muy necesaria porque hace más justicia que la verdad; que casi siempre es una mierda crecer porque pierdes la inocencia y comienzan las preocupaciones y el mundo cambia y deja de ser el parque de juegos maravilloso e ingenuo que había sido hasta entonces. 
 Evidentemente, todo esto no lo comprendí entonces. Fue más bien un poso en el inconsciente; algo que se instaló en mí, y se quedó allí en letargo. Sencillamente, supe todo eso sin saberlo hasta mucho más tarde.
Y lo que finalmente supe unos años después es que la adolescente que se acercó a aquel libro, no podía captar toda la inmensidad de la obra, todos sus matices, su extraordinario estilo, su perfecta ambientación, el verdadero significado de todo lo que sucede en ella. Cuando posteriormente la he releído un par de veces, entonces sí, la he disfrutado enormemente, sin la ingenuidad y la sorpresa de la primera vez, cierto, pero con la experiencia de tantas lecturas a las espaldas y con la intensidad de quien capta su verdadera esencia o, al menos parte de ella. 
Ha sido entonces cuando he apreciado la rotundidad de sus descripciones que hacen que el paisaje se convierta en foto y sensación y que notemos sobre la piel el calor húmedo del Sur; que hacen que conozcamos a sus personajes como si fueran nuestros propios vecinos y a veces hasta sepamos lo que van a responder. Ha sido entonces cuando he descubierto la ironía y el sentido del humor que permiten que se pueda soportar la dureza de algunos episodios; los diálogos sencillos y ágiles, sobre todo los de Scout con Atticus. Ha sido entonces cuando he entendido la integridad y la fuerza de los personajes que podríamos llamar secundarios y su capacidad de convicción, tanto los buenos (Calpurnia, Tom Robinson, Boo Radley), como los menos buenos (Bob Y Mayella Ewell); la crítica a una sociedad prisionera de sus costumbres ancestrales, temerosa e ignorante (temerosa por ignorante) que puede pesar como una losa sobre sus miembros menos
Harper Lee
complacientes, aquellos que por numerosas razones, se han liberado de los prejuicios, pero se ven obligados a convivir con ellos, y muchas veces se convierten en sus víctimas. Ha sido entonces cuando
me ha sorprendido la crítica a un sistema educativo que se consideraba caduco (no sé si en los primeros años 30 en que transcurre la acción, pero sí en los finales 50 cuando está escrito el libro) y que se parecía sospechosamente a la LOGSE que estaba plenamente vigente en España la última vez que leí la novela (primeros años del nuevo siglo).
Y entonces, me han asaltado unas cuantas preguntas a las que no sé contestar o a las que me asusta un poco contestar: ¿A qué se debe mi afición a los pantalones que hace que sólo muy recientemente me haya reconciliado, un poquito, con el uso de faldas? ¿Por qué prefiero a las personas que tienen miedo, pero lo siguen intentando (lo que sea), antes que a los matones muy “valientes”? ¿De dónde viene mi predilección por las contradicciones, los buenos que resultan menos buenos o los cobardes que se lo juegan todo por aquello en lo que creen? ¿Por qué adoro esos personajes malos que nos sorprenden de pronto porque no son tan malos y son capaces de actos bondadosos y hasta heroicos? ¿Por qué admiro las historias en las que los delitos no siempre se pagan con la cárcel sino que quedan impunes porque han contribuido a que el mundo sea mejor, a que las cosas queden en su sitio, a que se restablezcan los equilibrios alterados? ¿Qué hace que, de entre todas las historias que devoro en cine y literatura, ninguna me apasione tanto como las profundamente made in USA y si son del profundo Sur, mucho mejor?
Y es que la última vez que leí “Matar un ruiseñor” descubrí muchas señales de lo que puede haber contribuido a formar mi ideario, a fijar mi escala de valores, a establecer mi manera de ver la vida; me di cuenta con cierto estupor de que mucho de lo que soy (tanto bueno como malo) está encerrado en ese libro, quizás el primer libro que podríamos considerar serio tras Sandokán y John Silver, el capitán Nemo y Robinsón Crusoe; me di cuenta de que entre las páginas de ese libro duermen escondidas, esperando mi visita, que sin duda volverán a recibir, las claves de lo que en un momento dado, casi en mi infancia, me cambió la vida e hizo de mi lo que soy.

Hasta aquí el texto, un poco ampliado, que escribí para el concurso. "Matar un ruiseñor" se publicó en 1960 y obtuvo el premio Pulitzer. Su autora Harper Lee (íntima amiga de Truman Capote) nunca escribió nada más. Sigue viva y tiene 88 años. Dos años después de la publicación del libro, Robert Mulligan realizó una adaptación para el cine que obtuvo tres Oscar y estuvo nominada a ocho. La he visto un par de veces y (esto es muy subjetivo) sería casi tan memorable como la novela si ésta no fuera insuperable e inalcanzable.
Scout y Atticus en la película de Robert Mulligan
"Matar un ruiseñor" es un libro muy importante para mi, pero con pocas personas he hablado de él y, si lo he hecho ha sido solo como un comentario acerca de un libro más (uno de tantos) que me parece recomendable. Solo cuando lo leo o veo la película, o en momentos como este, me doy cuenta de lo que realmente pudo significar su lectura a una determinada edad, y me doy cuenta de que ahí pudo ser donde empezó todo: mi afición a la lectura, al cine, a las buenas historias y, por supuesto, este blog.




Comentarios

  1. Hola!!!! Menudo tour me estoy dando por el blog, jejeje.
    Me gusta muchísimo el texto y coincidimos mucho. En mi casa siempre hubo libros Cuando mi madre empezó a trabajar, con 16 años, con su primer sueldo hizo dos cosas; comprar una cámara de fotos para tener recuerdos de su familia, pues mi abuelo siempre lamentaba no tener fotos de sus padres, cuyas imágenes se iban borrando de su mente, y apuntarse al círculo de lectores.
    Además, siempre que descubría alguna librería, o una colección en el kiosco, o cuando abrieron un Alcampo en Asturias con una sección de librería, mis padres compraban libros.
    Y Matar un ruiseñor...coincido de pleno. Cuando la leí de adolescente le di un sentido, pero las veces que la leí de adulta capté tantas y tantas cosas. Y la peli es maravillosa,y aunque como bien dices el libro es inalcanzable esa peli es genial. Tu texto es precioso, y aunque no ganaras me ha encantado leerlo.
    Besos.

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    Respuestas
    1. Muchas gracias, guapa. No pensé que nadie se pasara por todas y cada una de las entradas que menciono como menos leídas. Siento haberte dado tanto trabajo, pero me encanta,ja, ja.
      Sí "Matar un ruiseñor" es una historia maravillosa que a la fuerza tiene que impactar cuando se lee casi de niña.
      Un beso.

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    2. Dado trabajo? He disfrutado muchísimo.

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